Con motivo del fallecimiento de Alejandro Nieto cobra especial interés la lectura de su libro » Testimonios de la vida de un jurista (1939-2017), Global Law express, Editorial Derecho global, Sevilla 2017″. Ofrecemos el relato de los años que pasó como catedrático de la Universidad de La Laguna.
Los años de Alejandro Nieto como catedrático de Derecho administrativo en “una universidad insular en el umbral del camino”.
Alejandro Nieto, Testimonios de la vida de un jurista (1939-2017), Global Law express, Editorial Derecho global, Sevilla 2017, páginas 40-46 .
D. Alejandro Nieto publicó a los 86 años este libro autobiográfico con la intención de “contar lo que yo he visto con mis propios ojos y trasladar las breves reflexiones que se me han ido ocurriendo en mis paseos por los páramos de Castilla en cuya inmensidad no hay límite para la vista ni para la imaginación” (de la Introducción, pág 24). Parecía que iba a ser el último, pero no, su mente y su pluma no han dejado de trabajar y han visto la luz varios más.
De las intensas y sinceras palabras del libro, rescatamos las dedicadas a la Universidad de La Laguna, su primer destino universitario en 1965, a los 35 años de edad, tras haber realizado amplias estancias de investigación en universidades de Francia y Alemania. Tratándose de un libro escrito por el profesor Nieto, cuya prosa es de inigualable elegancia, en este se aprecia aún más por la índole personal y vital de los aspectos tratados. Por ello huelga toda glosa a sus palabras y enseguida vamos a ellas, recogiendo en este breve testimonio la descripción que, como pintura al fresco, hace del ambiente universitario en el que se integró, disfrutando unos años de “paz interior, orden, estabilidad y consolidación pausada” como él mismo expresa.
Antes merece la pena resaltar que en esos años canarios (1965-1970), en los que daba dos horas diarias de clase y fue vicerrector de la universidad, sacó tiempo para una amplia tarea de estudio y publicaciones, dando continuidad a una trayectoria investigadora de amplio espectro y profundidad. Solo un año antes había aparecido su monumental obra sobre los Bienes comunales (1964). Con ella, en palabras de José Luis Lacruz Berdejo, en la recensión que apareció en el Anuario de Derecho Civil, el profesor Nieto “se había ganado el derecho a la imprescriptibilidad”.
No ha de sorprender por tanto, que en esos años de catedrático en la Universidad de La Laguna las bases de datos comúnmente utilizadas den cuenta de al menos ocho artículos de revista, varios de ellos en la RAP. Pero lo más destacable de esta inescindible actividad intelectual y social con la estrictamente docente y de gobierno de la universidad, fue su dedicación a los problemas del medio natural y administrativo propios del hecho insular canario en el que se encontraba, y que fructificó en los siete tomos de Derecho Administrativo Especial Canario que él dirigió, y en los que se implicó personalmente con la redacción de alguno de sus capítulos.
Pues bien, ahora sí, dejemos hablar a D. Alejandro que nos ofrece esta jugosa y chispeante estampa de su época canaria:
“II. UNA UNIVERSIDAD INSULAR EN EL UMBRAL DEL CAMINO
Dejando atrás la etapa estudiantil, mi vida docente, como entonces era lo habitual, fue un largo peregrinaje. Se ingresaba en alguna universidad periférica y desde ella iban los profesores acercándose a la antigua Central (la de Madrid) recorriendo otras varias. Mi camino resultó algo dilatado, pero así tuve ocasión de conocer ambientes diversos, que decididamente ampliaron mi visión académica y más con las largas experiencias extranjeras de Francia y Alemania y de mis viajes a América.
El primer paso fue la Universidad de La Laguna, a la sazón la única canaria, a donde llegué con todas las ilusiones de un destino que había escogido yo mismo, aunque un poco asustado por las responsabilidades del oficio, tal como yo me las había imaginado y ansiaba realizar. Llegué con el tiempo justo de vivir en un mundo académico decimonónico (que aquí no tiene un valor negativo, antes al contrario) en un contexto franquista que se extinguía a ojos vistas.
Todas las Facultades se concentraban en el mismo edificio, en lo alto de La Laguna, desde el que se podía con templar un buen trozo de la isla de Tenerife y a lo lejos el mar, con un clima algo fresco para el archipiélago, vital e intelectualmente estimulante. Los estudiantes procedían de las capas burguesas tradicionales. En general no tenían dificultades para costearse sus estudios ni iban a tenerlas luego para encontrar un trabajo adecuado. Eran corteses, educados y respetaban a los profesores. Creo que yo fui el último profesor al que esperaban sus oyentes de pie y no se sentaban hasta que yo lo hacía. Conocía el nombre de todos y en la calle me presentaban a sus padres.
Pero ya empezaban a correr los nuevos vientos políticos, entonces todavía suaves brisas. Aparecían los primeros carteles y pintadas con inflamadas consignas revolucionarias, hubo algunas sentadas y hasta una ocupación. Poca cosa, pero que llamaba la atención por lo que anticipaba y que alarmaba desproporcionadamente a la policía, entonces con escasa experiencia, y hasta hizo intervenir al capitán general en un día excepcionalmente revuelto. Los ocupantes agitaban banderas en el balcón de la fachada principal arengando a los grupos que tomaban el sol en la explanada. En ausencia del rector, yo, como vicerrector era la máxima autoridad académica. Me llamó por teléfono el capital general. «Qué hacen los estudiantes?», me preguntó con voz airada. » Se desfogan», le contesté. «Y Vd. qué va a hacer?», insistió. «Esperar a que se marchen», repliqué tranquilamente sabía que aquello no iba a durar mucho y empezaba a hacer calor. Y entonces fue cuando me intimó con una frase que no era suya y que en aquellos días corría con fortuna: «Pues le aconsejo que descienda al piso inferior porque voy a ordenar a mis soldados que tiren por la ventana a todo el que encuentren». Frases para la historia, para la pequeñísima historia. En los cuarteles no se habían enterado siquiera del incidente, posteriormente la policía detuvo por unas horas a unos pocos agitadores y el movimiento estudiantil siguió su pausado curso. Y por cierto que las consignas no eran originales: el nacionalismo era desconocido, apenas se aludía a la democracia y lo que se invocaba era una vagarosa y contundente revolución social. Por razones generacionales explicables, aquellos estudiantes terminaron a los pocos años ocupando casi todos los cargos políticos y administrativos de las islas. Así había estado sucediendo durante el franquismo (y la República y la anterior monarquía) y así continuaría luego, hasta hoy.
El entorno y el ambiente universitario era lo más parecido a un campus norteamericano que podía encontrarse en Europa. Ya he dicho que todas las Facultades se encontraban en el mismo edificio, con su rectorado y oficinas administrativas, al borde de una pequeña ciudad que conservaba el estilo colonial: una auténtica «ciudad universitaria», poblada de figones y tabernas adecuados a los jóvenes y donde las familias alquilaban habitaciones baratas y limpias para los estudiantes.
Los profesores formábamos una comunidad estrecha. Tomábamos café juntos, nos cruzábamos en los pasillos, hacíamos tertulias interminables en las terrazas de la explanada cuando hacía sol y luego nos íbamos a comer a algún figón aunque estuviéramos a doscientos pasos de nuestras casas. Los fines de semana volvíamos a juntarnos en un domicilio particular: una gran familia de filósofos, latinistas, geógrafos, físicos, químicos y, por supuesto, juristas. Posiblemente una comunidad demasiado cerrada, pero tampoco era muy abierta, por muy cortés que fuera, la sociedad lagunera; aunque esta era la mejor oportunidad de convivencia entre «godos» (o peninsulares) y «guanches», nacidos en Canarias.
Desde el punto de vista académico, la calidad de los catedráticos era excelente. Casi todos habían estudiado en el extranjero, lo que significaba que hablaban idiomas y habían perdido el innato complejo de inferioridad entonces tan generalizado. Además, lo habitual era la dedicación exclusiva, pues muy pocos compatibilizaban la docencia con alguna actividad profesional privada. Pero la excelencia no venía precisamente de ahí sino de su ilusión por mejorar la universidad. Eran conscientes del retraso de la española y estaban dispuestos a sacarla del hoyo con los medios de que disponían: el trabajo, el estudio y la dedicación a los estudiantes En verdad que nunca se ha estado tan cerca de conseguirlo.
Desde la perspectiva de hoy me parece admirable la simplicidad orgánica de aquella universidad, que no contaba más que con un decano por Facultad elegido por los catedráticos a primeros de curso y una junta que se reunía dos tres veces al año, sin orden del día y como un pretexto para continuarla luego en una comida corporativa. Un rector, que residía prácticamente en Madrid para atender de cerca (del Ministerio se entiende) los asuntos, un secretario vitalicio Ministerio se entiende, con una sola mecanógrafa y un gerente profesional con seis empleados que tramitaban todos los papeles y cuentas. Las pocas decisiones que procedían se tomaban en el café o durante alguna cena. En una palabra: ni nos complicábamos la vida ni perdíamos el tiempo. Yo fui vicerrector por elección de mis colegas y, por la indicada ausencia del rector, ejercía sus funciones casi con permanencia. Para ello me bastaba pasar un rato por el despacho después de clase (dos horas diarias, por cierto, de lunes a viernes) para echar alguna firma y recibir visitas. La ocupación más laboriosa era la de cumplir con las invitaciones representativas oficiales y la más dura, la de asistir a las cenas también oficiales cuando no encontraba algún colega que me sustituyese. ¿Cómo es posible -me he preguntado posteriormente muchas veces- que se hayan complicado tanto los trámites burocráticos? Porque la masificación estudiantil no es justificación suficiente.
Otra nota no menos destacable era la intimidad de las relaciones entre la sociedad y la universidad. Esta consideraba como natural el ocuparse de cuanto pudiera afectar a los intereses canarios. En la Facultad de Ciencias se estudiaban sus volcanes, las peculiaridades de su flora y el subsuelo hídrico sobre el que entonces giraba la economía del archipiélago. En la Facultad de Filosofía y Letras se ocupaban de su historia y de su literatura. Y en la Facultad de Derecho publicamos siete tomos de Derecho Administrativo Especial canario.
Las conferencias en locales no académicos eran habituales. Y todo, absolutamente todo, con carácter gratuito, pues se daba por supuesto que quien viviera en Canarias tenía que preocuparse por ella en la medida de sus fuerzas y el lugar en que estuviese. Es un extraño privilegio de la edad el haber vivido en una universidad, en una sociedad y entre unas gentes que estaban más cerca del siglo XVIII que del XXI. Lo que debe entenderse aquí como un elogio.
Para mí personalmente los años de La Laguna fueron años de paz interior, de orden, de estabilidad, de consolidación pausada. Llegué a la Facultad algo asustado por la falta de experiencia. Entonces y allí un catedrático era el señor de su cátedra y eso llevaba consigo bastante responsabilidad. Era libre por completo, pero asumía como un deber el decidir la compra de libros y de clasificarlos y colocarlos físicamente en las estanterías; de redactar (y explicar, naturalmente) un programa con dos asignaturas; de aleccionar a ayudantes que me sustituyeran en clase en casos de enfermedades y ausencias, por fortuna muy escasas; de dirigir el estudio de los alumnos con pretensiones académicas; y sobre todo de organizar la docencia, la investigación y la convivencia con colegas y estudiantes. Los catedráticos no éramos una pieza de la máquina universitaria porque sencillamente no existía tal máquina, sino que gozábamos de una libertad absoluta y aún me asombra el recuerdo de aquella autorresponsabilidad con la que gestionábamos los deberes voluntariamente que habíamos asumido.
En aquella fase de generosidad de primerizo establecí un seminario periódico con gentes de dentro y de fuera de la universidad a los que halagaba el ser llamados y acogidos por esta y que respondieron sin regatear tiempo ni esfuerzo. Con ese mismo asombro confieso que todavía, y durante más de cincuenta años, ha seguido funcionando en todas las cátedras por donde he pasado, sin haberse interrumpido jamás, aunque ahora ya no esté yo en condición de sostener las riendas y en locales de la Universidad Complutense de Madrid lo dirige con singular eficacia y tenacidad Carmen Chinchilla.
De la misma manera establecí la costumbre de realizar excursiones dominicales por la isla con alumnos que tenían especial interés por el Derecho Administrativo y así, caminando por barrancos y montañas, logré establecer con ellos una relación de proximidad, y con muchos luego de amistad, Ya he dicho que intelectualmente fue un tiempo de orden y completitud. Año tras año fui afinando un sistema propio de Derecho Administrativo en el que todo se suavidad y rigor hasta tal punto que terminé creyendo que era un modelo perfecto con la única carga de irlo ajustando cada curso. Pero poco más tarde, ya de vuelta en la Península, me percaté de mi error porque el Derecho no es orden, el sistema es una trampa y la pretendida estabilidad un estado fugaz. El resto de mi vida me he dedicado, en consecuencia, a disipar ese sueño asumiendo la realidad. (…) De repente un día hice las maletas y me trasladé a Barcelona…”. Corría el año 1970.